Nunca fui un gran estudiante.
Sacaba buenas notas, eso sí. Pero más por orgullo que por otra cosa. La prueba es que aprendí muy poco en el colegio, porque lo que hacía en realidad era memorizar para los exámenes.
Grave error.
Recuerdo que, durante el último año de bachillerato, todos mis compañeros y compañeras hablaban con mucha ilusión de sus ganas de ir a la universidad.
Yo me sentía un bicho raro. Lo único que me preguntaba era por qué alguien querría seguir estudiando no se cuantos años más.
Decidí no presentarme a la selectividad.
Y ahí es donde empezó mi verdadera historia.
De los libros a los fogones
Me gustaba cocinar. Bueno, mas bien me gustaba hacer experimentos en la cocina.
Encendía el fuego, cogía algunos ingredientes al azar y probaba mezclas imposibles, la mayoría de las veces incomestibles.
El amor incondicional de mi madre, que le obliga a decir que todo se me da bien, hizo el resto.
Así que me apunté a la escuela de cocina.
Eso fue con 18 años recién cumplidos.
Durante el primer año, el enrollado profesor de salsas (no de salsa), nos lanzó un órdago a todos.
Dijo algo así como… «Necesito dos valientes para mi restaurante. Uno para trabajar como camarero y otro para la cocina».
Levanté la mano, pero no por lo que crees.
Lo hice solo porque llevaba tiempo buscando algún trabajo que me permitiera comprarme una moto. Esa era mi única preocupación en la vida en esos momentos: Comprarme una moto.
¡Qué tiempos!
Un compañero se adelantó para el puesto de cocina, así que solo me quedó la opción de camarero.
Acepté.
Cual fue mi sorpresa, cuando descubrí que un camarero no solo llevaba platos de aquí para allá…
Tuve que aprender a cocinar, desespinar pescado, deshuesar paletillas de cordero y un sinfín de acrobacias más, que, además, debía realizar delante del cliente, sin manchar nada y antes de que la comida se enfriara.
¡Ah! Y a ser posible entreteniendo con mi conversación (tenía 18 años y muy poca conversación) a los comensales.
Aprendí. ¿Y sabes qué? Me encantó.
Tanto, que pasé los siguientes 8 años de mi vida ganándome la vida sirviendo a los demás, entreteniéndoles con mi conversación e intentado que disfrutaran lo máximo posible. Al menos mientras yo los atendiera.
Pero un día, no recuerdo muy bien por qué, decidí que no quería seguir con las jornadas de 12 horas, los extras en verano y Navidad, sin fines de semana y con las vacaciones en Marzo.
(Hoy, a la que puedo, cojo las vacaciones en Marzo. Es mi mes favorito ;))
La pregunta era ¿qué podía hacer, si lo único que conocía era el comedor y la barra de un restaurante?
Al terminar mi turno, cogí la Vanguardia, un boli, me preparé un café y empecé a revisar la página de empleo.
A los 5 minutos leí lo siguiente: Se busca agente inmobiliario, sin experiencia, preferiblemente que haya trabajado como camarero. Buena presencia.
¡Bingo!
Mi primer trabajo en una inmobiliaria
¿Imaginas por qué el anuncio decía «preferiblemente que haya trabajado como camarero»?
En ese momento, yo tampoco.
Más tarde me enteré de que mi jefe, también camarero de oficio, pensaba que los de hostelería somos resistentes, se nos da bien tratar con personas y estamos acostumbrados a trabajar muchas horas.
¡Un chollo vamos!
Reconozco que tenía razón. Cada vez que entraba alguien nuevo que venía de un trabajo «normal», lo dejaba a las pocas semanas. Demasiada presión.
Ten en cuenta que te hablo de 2007-2008, cuando el sector inmobiliario era como una olla a punto de explotar, la alegría de los años anteriores empezaba a brillar por su ausencia y, a los asesores, nos apretaban las tuercas en un intento desesperado por mantener la facturación.
Ni te imaginas la de días que acabé llorando durante esa época.
No obstante, conseguí salir adelante durante dos años y, a la que surgió la oportunidad, cambié de sector.
Acerté.
Me fue muy bien, al menos económicamente. Fue entonces cuando me picó por primera vez el gusanillo de montar algo propio.
Pausa
«Lo siento si esperabas una de esas historias de emprendedores natos, que ya desde niños vendían cromos o limonada ganando más dinero que sus padres. Hasta los 20 y largos, nunca sentí la llamada del emprendimiento.»
Fin de la pausa
Así que, sin pensarlo mucho, lo hice.
En 2011 monté mi propia agencia inmobiliaria. O dicho de otra manera, me di de alta como autónomo, cogí mi teléfono móvil, abrí una cuenta en un portal inmobiliario y me puse a captar.
La aventura duro algunos años. No acabó bien, pero aprendí mucho.
Aunque lo mejor de la historia, es que mientras peleaba por sacar adelante mi agencia, junto a unos amigos, montamos un proyecto online.
Creamos un tienda, hicimos SEO (como se hacía entonces), SEM, copy a nuestra manera, diseño web y un montón de cosas más que a mí me sonaban a marciano.
En un año, pasamos de la nada a más 500 visitas diarias con una facturación bruta mensual de 15.000 euros.
Es poco, pero para nosotros suponía motivo de orgullo absoluto. Nos sentíamos los próximos Mark Zuckerberg.
Entonces llegó Google y modificó completamente su algoritmo. Fue, en realidad, el cambio más importante de su historia.
Lo perdimos todo. De la noche a la mañana nos quedamos sin visitas, sin ventas, sin tienda.
Por eso insisto tanto en que las cosas hay que hacerlas bien y sin prisas. Porque he comprobado en mis propias carnes que los atajos, en internet, no suelen funcionar.
En fin. Lo pasamos bien y ganamos algo de pasta. ¿Qué más se puede pedir?
Lo importante es que esa aventura en internet me encantó.
¿Fue entonces cuando decidí lanzarme al marketing digital?
La respuesta es no.
Como te dije algunas lineas más arriba, la inmobiliaria terminó mal, la tienda online acabó en nada, y yo me quedé con una mano delante y otra detrás.
Paciencia. Ya estamos mucho más cerca del final.
A dos pasos de convertirme en «marketero»
Para recuperarme de mi fracaso empresarial, por llamarlo de alguna manera, volví al sector inmobiliario.
Primero en una inmobiliaria grande, donde lo que más me llamó la atención, fue lo poco que aprovechaban internet para llegar a más clientes.
Por primera vez pensé que sería buena idea que alguien se especializara en marketing digital para inmobiliarias.
Cuando me despidieron (gracias 🙏🏻), entré a trabajar en una agencia más pequeña, de esas que llaman familiar.
En esta última estuve muy bien durante casi dos años. Ninguna queja. Bueno, solo una. No estaba haciendo algo que me apasionara de verdad.
Todo cambió el día que, por no llegar tarde a una visita, tuve un accidente de moto relativamente grave.
Y digo relativamente, porque la moto quedó hecha pedazos. Pero yo tuve la suerte de empotrarme contra el coche de delante, lo cual impidió que acabara en medio de la Gran Vía de Barcelona.
Eso me hizo pensar.
A mí es que un buen accidente de moto siempre me hace pensar ;).
Tomando la decisión
Ya me había recuperado (un poco) económicamente. Lo suficiente como para invertir en mí.
Recuerdo que era lunes. Salía del trabajo y busqué en el móvil «Máster en Marketing Digital Barcelona».
Google me enseñó una escuela a solo 3 calles de donde estaba aparcado. Fui hacia allí, subí al 3er piso, hablé con la comercial y pagué la matrícula.
A partir de entonces, mi vida consistió en trabajar durante el día y estudiar por la tarde-noche. También los fines de semana.
No fue fácil. De hecho, estuve a punto de tirar la toalla varias veces.
Un día, una inmobiliaria me llamó para un puesto de asesor. Habían visto mi perfil en Infojobs. Ni siquiera recordaba que estaba en Infojobs.
Dije que no. ¿Para qué iba a irme a otra inmobiliaria si estaba bien donde estaba y lo que quería era hacer otra cosa?
Me volvieron a llamar. No entendían por qué había dicho que no sin ni siquiera preguntar cuánto iba a cobrar. Además, en la primera llamada que duró más de una hora, nos entendimos muy bien.
En esta segunda ocasión, les expliqué que estaba estudiando Marketing Digital y que eso era a lo que quería dedicarme.
¿Sabes qué pasó?
Al cabo de unas semanas se pusieron en contacto conmigo para que explicara en persona a todos los socios de la agencia, que era eso del marketing digital exactamente.
Al cabo de un mes, empecé como becario, con 35 años, en su equipo de marketing.
4 años después, su página web ha pasado de las 50 visitas mensuales a las 14.000, y seguimos trabajando juntos.
Gracias a la oportunidad que me dieron, pude practicar todo lo aprendido en el Máster y en posteriores formaciones, aplicarlo al sector inmobiliario y obtener la experiencia (poca o mucha según lo mires) que tengo hoy.
En Diciembre de 2019 decidí dejar de trabajar en exclusiva para ellos y probar suerte con La inmobiliaria digital.
En Febrero de este año empecé con mi cuenta de Instagram que probablemente ya conoces y, el resto, es historia.
Conclusión
Este ha sido mi camino hasta llegar al David que conoces hoy.
No voy a entrar en si ha sido fácil o no. Solo puedo decir que estoy tremendamente agradecido por cada una de las cosas que he vivido. Las «malas» y las «buenas».
Si tuviera que volver a empezar, con lo que sé ahora, probablemente cambiaría algunas decisiones.
Pero no me arrepiento de nada.
Este artículo ha sido más una forma de expresar y dar las gracias, que algo que te pueda servir.
Por eso, si has llegado hasta aquí, déjame darte las gracias.
Solo espero no haberte aburrido demasiado.
La próxima semana volvemos a la normalidad con más marketing. Prometido.
Hasta entonces, ¡feliz vida!